Graham Frederick Young nació en Neasden el 7 de septiembre de 1947. Era un chico obeso al que todos llamaban “Pudding”. Siempre fue un chico solitario, y aunque se llevaba bien con su madrastra y su hermana, no mantenía buenas relaciones con su padre. La familia empezó a preocuparse cuando a los nueve años comenzó a demostrar un vivo interés por la química. Cada vez se sentía más fascinado por este tema y no mostraba ningún interés por todo lo demás.
A los once años leía constantemente libros sobre venenos y medicina que sacaba de la biblioteca. El niño Graham Young se gastaba todo su dinero en venenos y en ratas para experimentar con ellas. Comenzó a llevar un frasco de antimonio al colegio. “Así se sentía más seguro”, comentó a la policía Clive Creager, un compañero de clase. “Era peligroso. Era malo y yo le tenía miedo”.
A principios de 1961 ya era un experto en venenos: conocía todos los síntomas y los efectos que éstos provocaban. Llevaba botellas de ponzoña al colegio y sacaba de la biblioteca libros sobre crímenes que leía y releía en su casa con avidez.
La enfermedad de Chris Williams, un chico de trece años, sorprendió a todos. Se quejaba de calambres en el pecho y en las piernas, y de fuertes dolores de cabeza. El dolor se hacía insoportable, luego disminuía y volvía a aparecer al cabo de pocos días. Fue analizado pero no encontraron nada. Era el mejor amigo de Graham. Y curiosamente en la familia de este todos presentaban los mismos síntomas de Chris. Finalmente se descubrió que era Belladona, una plata antigua que usaban las brujas para rituales, y cuyo tóxico ingerido en dosis justas, puede llevar a la muerte. Casualmente era un amante de la magia negra aquel niño.
Sin embargo, como no encontraron nada de ello, no pudieron culparlo. Sin embargo, su madrastra, Molly Young, murió al poco tiempo. Le siguió su padre, a quien una vez más, los médicos del hospital Willesden no encontraron ninguna causa orgánica que pudiera explicar su enfermedad y decidieron dejarle en observación. Graham iba a ver a su padre todos los días; le observaba fríamente y luego describía los síntomas que tendría al día siguiente. Sus predicciones siempre eran correctas y el padre comenzó a evitar sus visitas. “No vuelvas a traer a Graham”, le dijo a Winnie.
Fred volvió a casa, pero en seguida tuvo que ser internado otra vez. Por fin, los especialistas dieron con la causa del problema y se quedaron perplejos al descubrirla: el paciente sufría envenenamiento con antimonio o con otra sustancia metálica poco común.
Sin embargo, no era el dolor lo que le fascinaba a este asesino, sino los síntomas que el veneno producía. Para él estos dolores eran un código privado del poder que ejercía sobre las demás personas.
El detective inspector Edward Crabbe, del Departamento de Investigación Criminal de Harlesden, fue a visitar al día siguiente, 21 de mayo, la casa de Young, mientras éste estaba en el colegio.
En su habitación encontró veneno suficiente para matar a trescientas personas. También tenía libros como Manual de venenos, Los sesenta juicios más famosos y El envenenador del muelle; todos ellos versaban sobre envenenadores célebres.
Cuando el adolescente llegó a casa, el inspector Crabbe le pidió que se quitara la chaqueta. En los bolsillos encontró un frasco con antimonio y dos botellas. Young mintió y dijo que no sabía lo que contenían estas últimas. Era talio.
En la comisaría de Harlesden le interrogaron durante horas, pero una y otra vez negó haber envenenado a su familia. Aquella tarde su tía Winnie fue a visitarle y llorosa le preguntó: “Ay, Graham, ¿por qué lo hiciste?” Pálido y asustado, Young permaneció en silencio.
A la mañana siguiente, 22 de mayo, lo confesó todo. Se le hicieron varios tests en el hospital Ashford Remand, aunque se podía adivinar, sólo por la conversación, su estado mental. A un médico le confesó: “Echo de menos mi antimonio. Echo de menos el poder que me da”.
El 6 de julio de 1962, en el Tribunal Superior de Justicia, Young confesó haber envenenado a su padre, a su hermana y a Chris Williams, su amigo del colegio; no mencionó en ese momento a su madrastra. El juez Melford Stevenson ordenó que fuera internado durante quince años en Broadmoor, un hospital psiquiátrico para criminales; sólo podría salir en libertad con la autorización del Ministerio del Interior.
Hasta aquí debería haber quedado la historia. Pero no.
El 6 de agosto de 1962, un mes después de su llegada a Broadmoor, un interno llamado John Berridge murió en pocas horas tras haber sufrido varías convulsiones. Los médicos diagnosticaron que la causa de la muerte había sido el cianuro. Se llevó a cabo una investigación que demostró que no había nada en Broadmoor que contuviese este veneno, excepto los matorrales de laurel que rodeaban el edificio. Muchos presos confesaron haber matado a Berridge.
Pero las autoridades, teniendo en cuenta que a menudo los enfermos mentales confiesan crímenes que no han cometido, estudiaron cada caso en particular y llegaron a la conclusión de que ninguna de las confesiones era cierta. El caso continuó abierto. Pero muchos internos y parte del personal médico estaban convencidos de que una de las confesiones sí era cierta: la de Graham Young que, con un lenguaje técnico, habló de los métodos para extraer cianuro de las plantas.
El joven Graham tenía una notable fascinación por el nazismo, a tal punto que pegaba posterés en su cuarto y se dejó crecer el bigotito como Hitler, recitando sus discursos de memoria.
A finales de 1965, transcurridos tres años en Broadmoor, Graham Young solicitó su libertad. Su padre les dijo a las autoridades que su hijo no debería ser puesto en libertad jamás; de todas formas, la solicitud fue rechazada. De a poco empezó a dejar de hablar de venenos y nazis, y cambiar su temperamento, pues se dio cuenta que si quería salir de ahí debía agradar a los médicos.
En junio de 1970, después de haber pasado ocho años en Broadmoor, el doctor judío Udwin informó al Ministerio del Interior de que su paciente pronazi “había cambiado mucho” y que su obsesión por el veneno había desaparecido. El 4 de febrero de 1971 fue puesto en libertad, pocas semanas después de haber dicho a una enfermera: “Cuando salga de aquí, voy a matar a una persona por cada año que he tenido que pasar en este lugar”.
El lunes 8 de febrero comenzó su programa de entrenamiento como encargado del almacén y tres días más tarde, un compañero, Trevor Sparkes, de treinta y cuatro años, empezó a quejarse de fuertes calambres abdominales y de dolor en las piernas, pero el doctor no le encontró nada raro. “Tal vez esto te siente bien”, le dijo Graham, ofreciéndole un vaso de vino esa misma noche. Sparkes se lo bebió e inmediatamente tuvo vómitos, sudores fríos y convulsiones, que se le repitieron durante todo el mes de abril. Sparkes era futbolista y después del “tratamiento” de Graham nunca pudo volver a jugar.
Como se imaginan, siguió su sendero de muerte hasta que fue apresado y confinado en una prisión.